Ricardo Riverón Rojas
, 12 de noviembre de 2014
Parecía fácil. Ni rima ni medida, ni princesas de
fresa ni rosas melancólicas, ni rosadas caracolas ni tórtola mía. La poesía ─sin
estar presa─ había salido a la calle, a fundirse con la ola humana que, por
primera vez, se sentía con voz y la usaba para estrenar reivindicaciones. El
hombre común se adueñó de la tribuna y todos los parlamentos de la jerga
popular portaban su magia, sus elocuentes subtextos, su música y color, su
ritmo, aunque este se insinuara, no sin estridencia, en el épico tabletear de
ráfagas latentes. Se había inaugurado también, al calor de la retórica
revolucionaria, una inédita relación antropológica del espíritu con las cosas
simples, con el coloquio intrascendente. Los objetos se ponían, por primera
vez, al servicio de las personas. Consignas eran leídas como metáforas;
encendidas diatribas políticas fluían como destilaciones líricas. Todo en la
fausta medida de eso a lo que Heberto Padilla denominó «el justo tiempo
humano». La revolución transmutó en poesía todo lo que tocaba. La poesía quiso
marcarle latidos a la revolución. Parecía fácil ser poeta… Cruel espejismo.
El mismo Padilla ─quien hacia el final de la primera
de las décadas que reseño protagonizó un absurdo y crudo sparring con las
instituciones por la publicación de su libro Fuera del juego─, antes de tal
percance escribió: Y, antes del alba, / frente a los grandes hornos; / entre
los hombres / sudorosos; oirás la canción / con que se amasa el pan. Rafael
Alcides, en La pata de palo dejó esta conmovedora declaración: Y al que le haga
falta mi vida / que pase por casa a recogerla. / O mejor me encuentre en el
trabajo. // (Pensando en esto / siempre la llevo conmigo). Ya en los setenta,
Roberto Fernández Retamar escribió el impecable «Tiempo de las hijas»: Nuestra
hija mayor tiene la edad / De la Revolución; / Nuestra hija más pequeña / La
edad de la Victoria de Girón. / Hay otras formas de medir el tiempo: / Esa es
la que prefiere el corazón. El inmensurable y tempranamente perdido Rolando
Escardó publicó Las ráfagas. Otros muchos poetas, actuantes desde el tiempo
previo al triunfo revolucionario, a pesar de que aceptaron e hicieron suya la
estética de la reivindicación social, aportarían un buen ángulo para, desde sus
obras y ciñéndonos al hoy, negar la desmesura con que se empezó a acudir a
recursos como el desenfado enunciativo, la transcripción del habla común, la
descongelación semántica y temática. Ninguna de aquellas escaramuzas ─hoy lo
sabemos─ justificaba la ausencia de poesía en una buena parte de los textos que
el entusiasmo democratizador disfrazó con rango estético.
Es cierto que muchas pautas cambiaron, y la primera
fue la perspectiva desde la cual entenderíamos en adelante «lo poético»; el
sujeto lírico mutó, el léxico se abrió a nuevas connotaciones, incluidas las
«malas» palabras. Ya en 1954 Nicanor Parra había escrito un memorable
endecasílabo: la muerte es una puta caliente; David Fernández (luego
Chericián), en su libro La honda de David ratificó: Solo serás igual al hombre
/ cuando puta / deje de ser una mala palabra. Fayad Jamís, en el poema «Para
colocar a la entrada de “La cueva de los mochuelos” (casa de dormir para
hombres solos)», al describir el sórdido ambiente del lugar donde vivió, recrea
una esperpéntica ficción de la fauna pedestre que lo poblaba: Y, sentada a una
mesa de mármol, siempre desvergonzada, la señora puta muerte. Y más adelante,
en ese mismo libro (Abrí la verja de hierro), en el poema «Fuente de la
palabra» deja constancia de una catártica ruptura lingüística: y así el pobre
diablo de hombre dijo carajo / y esa noche durmió más tranquilo. La mala
palabra en la poesía vino a ser el equivalente al desnudo en el cine, también
de matices «escandalosos» en los desarrapados sesenta. Pero, como todo, el
desborde provocó indeseables inundaciones. Las aguas deberían tomar nuevamente,
con los años, su nivel para que al fin entendiéramos que todas las palabras ─ninguna
más buena ni mala que las otras─ tienen acceso, sin salvoconducto, al reino de
la poesía.
Los poetas en cuyos textos me he apoyado para estas
argumentaciones pertenecen todos a un grupo que la crítica, con poco acierto,
juntó para denominar «generación de los años cincuenta». Su médula estética ─decían─
la delineaba el tono coloquial. Algunos también la llaman «primera generación
de la revolución triunfante». No sé si esta última tipología sea acertada, pues
la poesía siempre escapa a las clasificaciones, pero sí resulta cómoda para
diferenciar a aquella hornada de la que, en atención a esa lógica, le sucedería
en el tiempo, acaso la segunda. Ese nuevo grupo, en los espacios capitalinos se
gestó al amparo del protagonismo que ganó la revista El Caimán Barbudo (en sus
dos primeras etapas), mientras que en provincias, con una cocción más lenta,
nacía otro movimiento a expensas de las pautas pedagógico-promotoras con que
comenzaron su bregar los talleres literarios. El techo institucional de los
provincianos lo constituía la que entonces se llamó Brigada Hermanos Saíz, pues
como se sabe, no fue hasta 1979 que se constituyeron los comités provinciales
de la UNEAC, y no en todos los territorios. La fuerza del canon nacional
dificultaba que estos movimientos validaran ipso facto sus realizaciones más auténticas.
Sus más codiciados galardones ─digamos un premio en los encuentros debates
nacionales de talleres literarios─ a la luz de las cotas profesionales, se
entendían como pedestres, pese a que de esas lides emergieron nombres que luego
debiéramos leer con atención.
Aquel que salió a la palestra alrededor de 1966, fue
un grupo pugnaz e iconoclasta; se desmarcó casi con fiereza de otros grupos
antecesores o coetáneos, como Orígenes y El Puente, además de que devaluó
totalmente, atendiendo a su autoritario aparato conceptual, experiencias como
la poesía pura. Y ni hablar de las estrofas tradicionales, o de una tendencia a
la que llamaron peyorativamente «tojosismo» porque suscribía la estética de la
poesía de la naturaleza, con honda raíz en Cuba desde Heredia, Zenea, Varona,
El Cucalambé, Naborí, Feijoo. La poética de aquellos jóvenes principiantes, que
apuntaba a cierto panteísmo inefable y distante de esa especie de disparo al
pecho que emergía de la pólvora coloquial, resultaba (reían los nuevos Rimbaud)
demodé.
A mediados del período que me ocupa, exactamente en
1971, se realizó el I Congreso de Educación y Cultura en respuesta política a
los desencuentros que generó el caso Padilla y su saga. Se proclamó como
política oficial que la literatura debía cumplir primero que todo, con el
sagrado deber de representar a la clase trabajadora, lo cual fue instrumentado,
con disciplina partidista, como obligación de acogerse a un realismo chato, con
modos de expresión claros y denotativos, sobre todo en sus posibles magnitudes
políticas. También quedó establecido que la función educativa debía primar
sobre las otras que el arte cumple. El riesgo de parecer pesimista (¡fuera
nostalgias y melancolías!) podía entrañar, para la poesía y los poetas, las
etiquetas ─que hoy nos parecen tan ridículas─ de «aburguesados» o
«diversionistas».
En medio de esas aguas la poesía continuaba su
diálogo soterrado con las almas. De una parte, los encendidos y bien escritos
cantos de reafirmación que caracterizaron la obra de poetas como Raúl Rivero (Papel
de hombre, Poesía sobre la tierra); Víctor Casaus (De una Isla a otra Isla);
Guillermo Rodríguez Rivera (El libro rojo), se desplegaban en la plataforma
nacional en trabajosa alternancia con la obra de poetas de inquietudes menos
ceñidas al «mensaje», como es el caso de Luis Rogelio Nogueras, Lina de Feria,
Delfín Prats. Y en la interacción que genera la convivencia, en los primeros
veinte años de la revolución la masa poética total contenía también el discurso
de aquella primera generación, a la vez que empezaban a ganar presencia pública
los creadores de provincias, entre ellos: Roberto Manzano, Alex Pausides y
Renael González Batista (de los que injustamente llamaron tojosistas), y
también Jesús Cos Cause, Efraín Nadereau, Waldo Leyva, Luis Lorente, Antonio
Hernández Pérez, Esbértido Rosendi, Luis Álvarez, Félix Luis Viera y otros,
todos tras cumplir su tránsito por los talleres literarios. Apartados de los
espacios públicos quedaron los relacionados con el caso Padilla, hasta que
nuevas promociones de funcionarios y líderes culturales les devolvieron,
gradualmente, los espacios que legítimamente habían ganado. Para José Lezama
Lima, Pablo Armando Fernández, César López, Manuel Díaz Martínez y algunos
otros, ser poeta en Cuba a partir de 1971, fue equivalente a no serlo, salvo en
el fértil silencio de sus cuartos de estudio.
Ser poeta en Cuba, en esos momentos, entrañaba
distinción, pero también sospecha. Nunca como entonces se les pidió a los
poetas marcar rápidamente y con tinta indeleble, el territorio político donde
se movían. La poesía, no obstante, conservaba su capacidad movilizadora y
tributaria de prestigio, su hálito sublimador y su arranque humanista,
revolucionario en su estructura molecular, no en lo externo de la frase airada
y ardiente. Solo que tardaría un poco en imponerse como lenguaje autónomo. La
sociedad era otra, distinta de la que le antecedió y ─dolorosamente─ de la que
le sucedió. Los bienes espirituales reportaban más réditos que la posesión de
objetos. Para muchos de nosotros fueron los días inefables de creer que la
poesía gozaba de prioridad como doctrina salvadora, dinamizante, productiva,
explosiva. Fue también el tiempo de amarla por encima de los dolores que
pudiera provocar.
A quienes nos tocó ser poetas en una provincia, en
aquella época, el apego a las instituciones aportó fertilidad, pues era el
único camino posible: el taller literario, la red de librerías y bibliotecas,
los trabajos de extensión universitaria, los boletines mimeografiados, los
escasos espacios que nos entregaran los medios masivos fueron la débil
plataforma sobre la cual se pudo proyectar un crecimiento que, décadas después,
rendiría su cosecha con la creación de editoriales, revistas y la incorporación
al hipertrofiado canon nacional ─presencia labrada en piedra viva─ de un buen
número de firmas.
Ser poeta en Cuba en esos años, como en otras
épocas, demandó de cada uno de los navegantes de ese «barco ebrio», más
angustias que luz, más pérdidas que frutos. La mayoría nos desempeñábamos en
empleos bien lejanos al discurrir de las instituciones, bien fuera la zafra, la
construcción, el ejército, una cooperativa o una fábrica. Lo que los medios y
los funcionarios magnificaban como verdadera poesía se gestaba en la épica que
le era intrínseca a esos sitios iluminados. Ser poeta, entonces, entrañaba,
como mismo hoy, convivir con el apotegma de que «la poesía no se vende», aunque
en esos años viviéramos de espaldas a la rentabilidad.
Era el nuestro, entonces, como es hoy, un oficio de
locos o de encandilados que buscan, más allá de lo tangible, remuneraciones de
mayor profundidad. Así de angustioso y dulce es. Así lo asumimos y… ¿nos
salvamos los dos?
Santa Clara, 9 de noviembre de 2014
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